En el noroeste de Cataluña se encuentra la comarca del Pallars Sobirá, un territorio hasta hace poco desconocido y aislado debido a la orografía del paisaje. Las altas montañas y los escarpados valles han condicionado el ciclo vital y las actividades cuotidianas de los seres que viven allí; sobre todo de la especie humana.
Esta región de Cataluña ha estado ocupada por asentamientos humanos desde la prehistoria. Aun así, la vida en el Pirineo nunca ha sido fácil. La imagen idílica que a menudo nos llega de vivir en la montaña, de paisajes espectaculares rodeados de una naturaleza salvaje, esconde una realidad muy distinta. La hostilidad del medio, el relieve accidentado y las condiciones climáticas extremas, han dificultado bastante su vida. A nivel económico, la montaña ha sido apreciada por tener las principales materias primas, como la madera, el agua y sobre todo los minerales. No obstante, la cantidad de recursos de fácil obtención no eran suficientes para permitir vivir cómodamente a la gente de la zona, sino todo lo contrario; eran justos (Bosch, 2017).
El sector agrícola y ganadero también encontraba dificultades para aprovechar otro recurso muy valioso: el suelo. La gran mayoría de superficie eran tierras que se hallaban en zonas inaccesibles o tenían una orografía demasiado abrupta; provocando que la cantidad de suelo aprovechable para el uso agrícola fuese más escaso de lo que podría parecer a simple vista. Antes, la ganadería y la agricultura funcionaban mediante prácticas tradicionales. El objetivo de estas era aprovechar al máximo cada rincón de suelo disponible y así abastecer el mayor número de personas y, a la vez, todo el ganado. Así pues, se talaron bosques y se limpiaron zonas de matorral con la intención de ampliar la cantidad de zonas de conreo y de tierras de pastura (Lasanta-Martínez et al. 2005) (Ellenberg, 1988). Por este motivo, podríamos decir que la intervención humana creó nuevos hábitats (como, por ejemplo, claros dentro de bosques y pastos), interfases (como son los ecotonos o márgenes de pasto y de ribera) y paisajes en mosaico de un gran interés paisajístico y cultural (Camprodón, 2009).
De todas maneras, la escasez de medios y la dificultad de acceso de estos recursos fueron factores decisivos para explicar porqué las zonas de montaña nunca pudieron albergar un volumen demográfico tan elevado como otras regiones de Cataluña. El máximo poblacional en el Pallars Sobirá fue entre el 1860 y el 1870 y, a partir de ahí, comenzó un declive demográfico. Por un lado, los recursos que había no eran suficientes para abastecer esa población. Por otra parte, las áreas urbanas iban concentrando no solo mejoras económicas, sino también sociales: mejoras en sanidad, aumento de la dotación de servicios, etc. Así pues, estos dos factores fueron decisivos para que mucha gente emigrara a las ciudades, suponiendo grandes cambios en la demografía de la zona y también en su paisaje (Lasanta-Martínez et al., 2005).
A raíz del descenso poblacional en el Pallars Sobirá y, de rebote, la disminución de las ganaderías en la región, hubo un cambio en la gestión agrícola y ganadera: se pasó de un manejo tradicional a uno de más moderno. Este último consistía en intensificar el uso de las zonas más fértiles y mejor comunicadas, como son los fondos de los valles y las zonas próximas a los núcleos urbanos, mientras que a la vez se iba abandonando los campos de cultivo de menor calidad y accesibilidad (Bosch, 2017) (García-Ruiz y Lasanta et al., 1990). Este cambio de gestión en el territorio y el abandono de cultivos supuso transformaciones muy importantes en el paisaje. De hecho, según un estudio, en los últimos 70 años, cerca del 50% de la superficie fue modificada debido a los cambios de uso del suelo. Existe una clara trayectoria de regeneración vegetal, con un aumento de la cobertura forestal y de matorrales (Poyatos et al., 2003; Vicente-Serrano et al., 2004). Así pues, la tendencia es clara: el paisaje evoluciona hacia la simplificación y la homogeneización que contribuye a una disminución de la fragmentación, un menor número de parches y un aumento de su tamaño medio (Lasanta et al., 2019).
Esta tendencia podría parecer positiva por el entorno conservacionista tradicional, puesto que este focaliza la mayoría de los esfuerzos en defensar los ambientes forestales de montaña. Aun así, Camprodón (2009) ya destaca que es importante no perder la perspectiva global durante la preservación del territorio. A su vez, insiste que es importante recordar que otros ambientes naturales han sido más modificados y empobrecidos; como son, en este caso, los sistemas agrícolas y los pastos.
Según Bernáldez (1991) la homogeneización del paisaje por culpa de la colonización vegetal y la invasión de especies generalistas conduce a una disminución de la biodiversidad. Por este motivo, el papel que tiene la heterogeneidad en la distribución de la flora y la fauna ha sido tema de estudio y de preocupación, y se ha podido observar que la heterogeneidad del paisaje es un factor crítico a tener en cuenta durante la determinación de la riqueza de fauna de un territorio (Autari y de Lucio, 2001). ¿Pero por qué es tan importante la heterogeneidad para la biodiversidad? Por un lado, las zonas con diferentes ambientes permiten que un mayor número de especies puedan coexistir. Por otra parte, la coexistencia de distintos hábitats en un paisaje ayuda a generar procesos ecológicos propios que pueden tener efectos positivos en la riqueza del entorno (Fahrig et al., 2011). Así pues, para la conservación de un ecosistema, se tendría que crear o mantener un mosaico de etapas sucesivas y un conjunto de hábitats que mantengan las poblaciones de especies que habría de manera natural a la zona (Kuuluvainen, 2004).
Si lo extrapolamos a la situación de los Pirineos, hablaríamos de heterogeneidad frente la presencia de zonas de prados de siega, de prados alpinos, de claros forestales, de matorrales, de bosques, etc. Es decir, muchos hábitats distintos con una superficie lo bastante grande como para mantener las poblaciones de gran cantidad de especies.
En los Pirineos, al igual que muchas otras montañas de Europa, los prados de siega son una de las principales superficies abiertas que se usan como productoras del forraje para el ganado. A principios de primavera, ganaderos y ganaderas llevan los animales en estos ecosistemas para que aprovechen los primeros pastos del año. Con el aumento de las temperaturas y la fundición de la nieve, se hace una trashumancia del ganado hacia las cotas más elevadas de las montañas, donde disfrutaran durante todo el verano, los pastos que ofrecen los prados subalpinos y alpinos. En este período, se aprovecha para dejar descansar los prados de siega y evitar así una sobre pastura y, a su vez, esperar que crezca la vegetación para posteriormente segarla y guardarla como forraje para el invierno. Bien entrado el otoño, el ganado volverá a pastar por los prados de siega, ahora aprovechando los últimos pastos que quedan en el territorio.
Los prados de siega son medios abiertos de pastura donde se encuentran plantas herbáceas seminaturales. Están formados por especies autóctonas, pero necesitan con conjunto de acciones antrópicas y tradicionales por su conservación y mantenimiento: ser pastadas y segadas. La disminución de las explotaciones ganaderas, el poco relieve generacional y el abandono de las prácticas asociadas en mantenimiento hace que sean uno de los ambientes más amenazados de todos los espacios abiertos de montaña (Edwards y Kučera, 2019). En Europa, durante el siglo pasado, el área ocupada por estos ecosistemas se redujo alrededor de un 97% (Sammul et al., 2008). Aquí en Cataluña queda un pequeño reducto: solo el 0,5% del hábitat de Cataluña está ocupado por prados de siega, encontrando 94 hectáreas en el Parque Natural del Alt Pirineu (PNAP) (PNAP, 2021).
Es importante la conservación de los prados de siega y de los espacios abiertos de montaña porque son considerados uno de los puntos más calientes de diversidad de especies vegetales (Czortek et al., 2021). En estos se encuentran especies tan frágiles como la flor de las nieves (Leontopodium alpinum) o el árnica (Arnica montana) (Gencat, 2014). Al mismo tiempo, hay muchas especies de fauna asociadas en este tipo de ambientes, algunas protegidas.
Estos ecosistemas son, sin duda alguna, el mejor rincón para disfrutar de la gran diversidad de insectos que se encuentra en el PNAP. A fecha de hoy, se han identificado un total de 330 especies de mariposas, muchas de ellas nocturnas y típicas de prados. Algunas de estas especies se consideran amenazadas porqué dependen de la presencia de prados de siega para vivir; como le sucede a la mariposa apolo (Parnassius apollo) y a la hormiguera de lunares (Maculinea arions). Otras familias de insectos beneficiados de los espacios abiertos de montaña son los ortópteros o saltamontes, coleópteros o escarabajos, entre otros (Gencat, 2014).
Por otra parte, se ha demostrado que las zonas de pastura mantienen los grupos en peligro de extinción, como por ejemplo los pájaros (Mérő et al., 2015). Dentro del ámbito del PNAP, una de estas especies de gran interés biológico es, por ejemplo, el quebrantahuesos (Gypaetus barbatus). El quebrantahuesos es una especie necrófaga presente en zonas montañosas de Eurasia y África que está catalogada como en peligro de extinción. Al ser una especie que depende de espacios abiertos de montaña y de la ganadería para poder conseguir su alimento, se considera bioindicadora de los sistemas agrícolas y ganaderos. Otros casos de especies vulnerables beneficiadas por la presencia de espacios abiertos de montaña serían el milano real (Milvus milvus), el alimoche (Neophron percnopterus) o la perdiz pardilla (Perdix perdix hispaniensis); esta última con un gran interés conservacionista al tratarse de una subespecie endémica de la península ibérica (PNAP, 2021) (Pagès, 2017).
El oso pardo es la especie más emblemática del Pirineo. Está catalogada como en peligro de extinción y también se beneficia de la presencia de estos ambientes. El oso necesita para vivir áreas forestales heterogéneas, roquedales, amplias zonas de pastura y matorrales del montano y subalpino. Es decir, un conjunto de ambientes distintos que dibujen un mosaico agroecológico (PNAP, 2021).
Como se ha comentado más arriba, los sistemas agrícolas y ganaderos tradicionales y los pastos en extensivo utilizan el suelo de manera que promueven la heterogeneidad y la formación y preservación de superficies abiertas (Berkes et al., 2000). Por este motivo, son esenciales para la conservación de estos ecosistemas de montaña seminaturales (Wagner et al., 2000) y, de rebote, para todas las especies que viven; como las que se han nombrado antes.
El abandono del pastoreo a menudo desemboca a un conjunto de procesos ecológicos desfavorables, como la acumulación de residuos vegetales y la disminución de la diversidad (Biró et al., 2020). Se ha podido ver que el “pastoreo de intensidad moderada” por parte del ganado es una herramienta de gestión muy beneficiosa incluso en áreas protegidas (Freschi et al., 2015). De hecho, en numerosos hábitats de todo el mundo se están intentando recuperar prácticas tradicionales (incluido el pastoreo) con la finalidad de conservación o de restauración (Biró et al., 2020).
Por ese motivo, podríamos decir que la conservación de la diversidad de especies y ecosistemas en el Pallars Sobirá depende en gran medida de la presencia de ganadería extensiva y tradicional. Si continuamos con la tendencia actual de falta de relieve generacional en este sector, podríamos ver unos Pirineos con gran parte de su biodiversidad en peligro de extinción.
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